lunes, 26 de julio de 2010

Día domingo




El domingo fue el desfile de mi hija Azul, fue su primer desfile en una plaza bulliciosa. Azul era la mujer más linda de esa plaza llena de niños. Su falda blanca con unos tirantes, un saco azul como su nombre, una gorra que semejaba la gorra de un capitán de navío, una insignia de escolta en su brazo derecho, un gran cordón dorado y unas cadenitas que sujetaban la blusa como si fueran hilos de oro. Toda ella sobre unos zapatos blancos impecables, nuevos como la mañana soleada de ese domingo.

Los tediosos protocolos y discursos siempre son aburridos. Las autoridades siempre hablan tonterías. Que el Perú, que la patria… Otros niños, de escuelas diferentes se habían disfrazado de soldados, con trajes de camuflaje y metralletas de juguete, con pistolas y granadas. Otras niñas vestidas de enfermeras cargaban una camilla. Nunca entendí porque para las fiestas patrias en mi país vestían a los niños de enfermeros, de médicos y camilleros como si se tratase de una guerra. Otros vestidos como Rambo parecían hacedores de una guerra imaginaria.- Todas las madres y los padres, me incluyo entre ellos- corríamos embobados con cámaras digitales, filmadoras o simplemente corriendo por correr, por estar cerca de los hijos que no sabían bien a qué se debía tanto alboroto y porqué tantas personas hablaban a la vez.

Luz y yo hemos seguido cerca ese episodio nuevo en la vida de nuestra hija. Hemos tratado de llevar las cosas como dos padres deben hacerlo con la hija que aman. Quizás porque sabemos que la existencia de la infelicidad de mañana depende de la felicidad que podamos dar ahora. Y porque queremos que ella sea feliz como no lo fuimos nosotros. Por eso hemos buscado entre las tiendas los detalles de última hora, esos que las profesoras siempre olvidan pedirlos y los recuerdan siempre cuando faltan cinco minutos para que empiece la marcha.

Por eso hemos preferido ser los dos como uno solo, caminar tomados de la mano. Y Azul feliz. Feliz de ver a dos padres que se aman y que atienden cada detalle que hace falta. Hemos hecho lo imposible esa mañana para ser felices los tres, para hacer del tiempo un ventanal detenido por el que se asome nuestra mirada a un mañana acertado. Azul nos miraba con afecto, con esa risa que una niña de dos años puede tener en el primer desfile de su vida.

He tenido que regresar cargado de nostalgia en un bus lleno de gente. Lleno y vacío, después de una noche sin poder dormir. Dejar a la gente que amo en un lugar para buscar a la demás gente que amo en otra parte. Hacer maletas todo el tiempo para entregarme por amor y pese a todo estar incompleto porque alguien tuvo la idea de robarse a mi hijo cuando tenía tres años. Eso me hace sentir mal. Me hace sentir que la vida tiene una deuda conmigo y pienso entonces que no es justo llegar a escribir y pensar que la vida no es muy buena últimamente, que se ha hecho agria y salada, que la fiebre de medianoche se repite con más frecuencia.

Un día todo esto va a terminarse, todo este dolor que empieza a hacerse parte de mi sangre. Un día esto va tener un punto y no será aparte. Con ello se habrán acabado las dudas de vivir sin sentido. De estar rodeado de gente y sentirme solo.

Cuando era niño las cosas eran diferentes. Cuando eres niño todo es diferente. Los helados son más fríos y más dulces. El agua es más fresca y la lluvia te moja más que ahora.

De repente el bus frena fuerte y los pasajeros somos como fósforos en una caja agitada por la mano de un gigante. La gente grita, se escuchan piedras que caen al vacío y yo estoy feliz pensando que ha llegado la hora del punto final. La hora tantas veces esperada.

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