lunes, 18 de octubre de 2010

El sapo y el pájaro


A ti, autor de mis días en el mundo, como cada 6 de octubre.

Eran dos seres muy distintos, dos animales de mundos distintos. Uno era un ave, frágil, de vuelo sosegado y alto, de plumas tibias y compleja estructura. El otro en cambio era un sapo, un animal anfibio al que le importaba el agua más que a todo en el mundo. Caminaba dejando huellas de humedad y su canto bajo la lluvia era una canción feliz.

Eran dos individuos diferentes, el ave comía poco, le gustaba comer lo necesario, era un ave de plumaje impreciso, volar de aquí para allá era su destino, un día aquí, un día allá; siempre en espera del amanecer para volar.

El sapo en cambio, sabía perfectamente lo que quería, engullía cuanto insecto encontraba en su camino, se había establecido en un pozo y se soleaba sentado en una gran piedra largamente. Su vida estaba atada a esa piedra húmeda de la entrada del aquel hoyo. Y con el tiempo y su esfuerzo compró los otros pozos vecinos, era un sapo hábil y afortunado.

El sapo era sedentario, estable, permanente;  el pájaro en cambio era nómada, errante, vagabundo. Los dos se sabían diferentes, se miraban distantes sin sentir envidia, el sapo feliz con sus pozos, el ave feliz con el cielo, aunque no le pertenecía lo sentía suyo.

Cuando la lluvia caía y arreciaba, el anfibio croaba de felicidad y se cobijaba en su pozo; el ave en cambio temía mojarse las alas y buscaba protegerse en cualquier lugar. Cuando el viento soplaba fuerte el sapo se aferraba temeroso de las piedras cercanas al pozo; el pájaro al contrario era feliz y se dejaba llevar por la corriente.

Los dos eran muy distintos, pero vivían en el mismo mundo, uno en el agua, otro en el aire, tan distintos y eran hermanos. El sapo hábil casando moscas, anunciaba las lluvias y se sumergía en el agua con asombrosa facilidad. El pájaro era un volador formidable, veía el mundo desde donde pocos podían verlo, desde lo más alto, veía paisajes que los ojos del sapo no alcanzaban a ver, eso le daba un horizonte amplio, era un pájaro enamorado.

En el país de los anfibios el sapo era admirado, era querido y estimado, su paciencia esperando en la oscuridad de la poza para que las moscas sean atrapadas por su lengua viscosa era siempre pregonada. Nadie más que él para dar saltos largos y para nadar en cualquier charco, habilidades que el ave no tenía y que nunca las tendría.

Cierta vez el ave intentó imitar al sapo y se lanzó a un pozo profundo para nadar como lo hacia el verdusco animal pero sus plumas se mojaron, su cuerpo se entumeció y fue varado como un frágil papel por las olas que el viento hacía y se salvó de morir de milagro.

El ave era apreciada por otras habilidades, su canto era mágico, era poesía en la mañana. Su grácil manera de volar no podía ser imitada por ningún cuadrúpedo, ni siquiera los insectos podían imitar su vuelo y las piruetas que hacía con sus plumas siempre sorprendían.   

Al comienzo el sapo y el pájaro no se llevaban muy bien, creían que sus diferencias eran insalvables, pero cierto día encontraron la forma de ayudarse mutuamente y desde entonces el ave tomaba al sapo del lomo y lo llevaba largas distancias usando sus alas, por su parte el sapo capturaba insectos que eran un deliciosos banquete para el ave.

El sapo anunciaba las lluvias y así el pájaro cuidaba su plumaje. El pájaro desde lo alto le anunciaba los peligros cercanos al sapo y se hizo una feliz armonía.

Desde entonces el sapo y el pájaro viven en un mismo lugar, una casa vieja con un patio descolorido en donde hay una fuente y desde donde se escucha cada día muy temprano desde el tejado el trino del ave que ha empezado a envejecer de tantas veces que las alas le fallaron. Y también se oye el croar feliz, desde la fuente, de un sapo cada vez más gordo por la vida sedentaria.
Y mientras tanto van pasando los días y mientras tanto va pasando la vida, la vida, la vida.  

miércoles, 13 de octubre de 2010

El más bello error



Era el editor de la sección provincias del diario, además tenía, como hasta ahora, una columna en la que abordaba temas de toda índole; política, actualidad, economía, pero principalmente Cultura.

El trabajo de editor de provincias me permitía relacionarme con todos los corresponsales de provincias; Cutervo, Chota, Hualgayoc, San Pablo, San Miguel, Contumazá, San Ignacio… con todas excepto con una. La provincia de Celendín.

Celendín tenía en ese entonces una corresponsal quien no enviaba sus notas al correo de provincias, sino que lo hacía directamente al correo de la directora de ese tiempo, la directora luego me los rebotaba al correo y así fue por meses. La historia se repetía diariamente. Yo sabía de la existencia de una corresponsal en esa provincia, pero no tenía ni su correo electrónico, ni un número telefónico, nada en absoluto, toda la información me llegaba a través de la directora.

Cierta mañana al llegar al diario encontré a la Directora ofuscada, beligerante y preocupada – Cambiaste el título de una noticia de Celendín, me llamó esta mañana la corresponsal y te anticipo que causaste un gran problema – me advirtió con notable disgusto, con iracunda mirada y con ganas de estrujarme contra la pared. Traté de explicarle que fue un error involuntario, uno de esos que sucede entre mil, uno entre un millón. Fue inútil.

Ella estaba disgustada, me extendió un papel con un número telefónico sin escucharme – Llámala y ve como solucionas eso- me dijo indiferente y se perdió por la puerta entre la claridad de la mañana.

Yo sabía que suceden deslices involuntarios al momento de editar las noticias, por eso, luego de revisar el texto publicado llamé al número que tenía en el estrujado papelito de mi mano izquierda. Una voz me respondió desde el otro lado de la línea, le expliqué que era el editor de provincias, el hombre que le había causado tantos problemas con la publicación equivocada de la noticia. – Soy el editor de provincias y lamento la torpeza cometida, sucedió accidentalmente, no me di cuenta – le dije con sinceridad. Y ciertamente cuando uno se encuentra en la edición, una llamada telefónica, un ruido molesto, unas palabras o cualquier cosa pueden hacernos perder la ilación y cambiar el rumbo de la noticia. Una sola llamada al celular puede ser fatal, romper ese trance casi yoga y desconcentrar al punto de olvidar lo que uno había pensado.

Lo bueno fue que me entendió, se notaba que era una mujer tolerante, tenía una voz agradable y me sentí bien de hablar con ella.

Esa conversación me sirvió no solo para obtener el  número telefónico de la persona sin rostro, de esa mujer desconocida a quien cada día le editaba su información; esa conversación me sirvió para obtener su correo electrónico, para hacernos amigos virtuales, esos que no se conocen pero que se sienten a través de los correos electrónicos y la fluida correspondencia.

A partir de entonces las cosas cambiaron. Cada día ella me remitía la información al correo electrónico de provincias, a veces al caer la tarde y entre noticias que llegaban de todas partes conversábamos cosas que ya no eran un tema noticioso.

Pasaron semanas y un día decidimos conocernos. Ella tenía que viajar hasta aquí para hacer unos trámites engorrosos, era cuestión de un par de días. El día que llegó nos encontramos en una cafetería, en un lugar del centro de la ciudad. Quedamos a cierta hora de la tarde. Ella apareció luego de unos minutos de espera. Después salimos a caminar hasta la noche y la madrugada nos sorprendió sentados en la banca de madera de una plaza frente a una iglesia de arquitectura barroca. Nos pasamos la noche hablando de arte, de todas esas cosas que me hicieron descubrir un camino hacia su alma. Nos pasamos la noche hablando de los libros leídos y los libros por leer, de aquellos que no se habían escrito, estuvimos entumecidos de frío pero no de aburrimiento, mientras los transeúntes cruzaban el parque arrastrando su cansancio.

Han pasado unos años desde esa tarde en la que nos vimos por primera vez, probablemente un día dejemos el diario porque el mundo está hecho de caminos que se aparecen a cada instante, como aquel que apareció esa mañana con la llamada telefónica que hice para enmendar el error de la noticia publicada. Uno nuca sabe que pasará mañana, la vida tiene siempre días inesperados.

Han pasado algunos años y en todos ellos me equivoqué muchas veces al realizar la edición de noticias, muchas columnas más transcurrieron, los días siguieron y nuevas ediciones fueron llegando cada día.

Hoy, después de tanto tiempo, mi hija Azul juega ajedrez sentada en la sala de la casa, me mira con ternura y grita feliz cuando gana la partida y no tiene miedo a equivocarse. Esa niña de dos años y medio que fue la mejor noticia que escribimos Ella - mi corresponsal antes, hoy mi esposa y a quien conocí gracias a un error de redacción-  sin el cual no habría conocido nunca el camino verdadero del amor. Aquella equivocación, la de esa noticia de un mes de mayo, fue sin duda el más bello error de toda mi vida. Un error de esos del que uno nunca se arrepiente y que con el paso de los días se hace cada vez más tierno.