martes, 31 de agosto de 2010

Chessman



Hoy es jueves 10 de junio. Ayer he tenido la necesidad de reconciliarme conmigo mismo, con mi padre, con las personas que he dejado de sentirlas cerca últimamente o con aquellas que he discutido por cualquier cosa (Lucecita sabe a que me refiero).

Ayer fui a ver a mi padre y lo encontré en la casa, esa que dejé de habitar tantas veces y en la que no vivo más, esa de la pérgola, la piedra de molino y la soledad impostergable espiando tras las cortinas que dan a los jardines exteriores.

Hemos ido a la casa en el campo a hablar de nosotros mismos, a hacernos saber que los días no vuelven y que es vano perder el tiempo en discusiones. Ayer mientras los bichos se apoderaban de nuestra piel y succionaban nuestra sangre como sanguijuelas malvadas.

Decidimos ir a ver a Oswaldo, mi tío y hermano de mi padre, a ver su agonía en una cama y a darnos de golpe con la pena. Llegamos a la casa en donde se encuentra tendido sobre una cama junto a un balón de oxígeno que le provee de vida y que le espanta a la muerte. El cubrecama tiene flores azules y marrones, varias almohadas levantan su cabeza y una ventana abierta deja entrar la luz a esa hora de la tarde.

Oswaldo agoniza, su cuerpo está herido – estoy seguro que no tanto como su alma – pero él resiste con los ojos cerrados, no sabemos si puede oírnos, solo sabemos que nosotros sí podemos oírlo, nosotros podemos mirarlo y decirle que lo amamos, lo hacemos interiormente, desde nosotros, un susurro insospechado e invisible que nos conecta como ese tubo que le da oxígeno.

La última vez que hablé con él lo encontré en la calle, a una cuadra de mi casa, o de la casa en donde yo habito. Él llevaba un sombrero de fieltro color marrón, lo que acentuaba su aire de poeta, el sombrero le protegía la operación del cáncer a la piel que hoy lo ha vencido y con el que lucha y luchó los últimos meses. Su mirada entonces ya no era la misma, había un dolor infinito en ella que gritaba desde esos ojos pardos profundos.

Él ha decidido luchar, aunque los suyos prefieran que se rinda –Homo hominus lupus- él ha decidido luchar del mismo modo que hace trece años lo hizo mi abuela, su madre, hasta que las huestes del cáncer metidas en su piel le ganaron la última batalla. Ellos decidieron luchar como yo no lo haría, como yo no lo haré, como yo no podré un día.

Las lágrimas cuando son verdaderas tienen una esencia diferente. La habitación está llena de ellas y ninguna es verdadera. La cama fría de metal, el piso tibio de parquet, las lágrimas vacías y la vida en agonía.

Salimos despidiéndonos de todos, no sé si volveremos a vernos Oswaldo revolucionario, Oswaldo poeta, adiós "Chessman" - Caryl Chessman, el genio que logró escapar de la muerte varias veces por su inteligencia y personalidad – tú que lograste reírte de la muerte tantas veces cuando tus huesos se quebraron, cuanto te despediste del alcohol en el 90 para siempre. – Cosa que tampoco he podio y que no sé si podré - Tu nombre me queda como legado como mi segundo y una flor marchita en mi corazón que sembraré en un poema junto a tu eternidad.

Salimos con papá hasta el auto y subimos en silencio, mudos, con las gargantas atravesadas por esos nudos que hacen las corbatas de tristeza cuando sabemos que hay cosas inevitables en la vida, cuando sabemos que hay cosas inevitables como la muerte.

Salimos y las luces de las calles anunciaban la nocturnidad de un día menos y nos perdimos por la ciudad iluminada inmensamente mudos, callados, con el alma dolida sin decir nada, nada…

A Marino le gusta leer mi web





Cada vez que llego a la oficina encuentro a Marino como una sombra en la inmensa sala de redacción. Urdiendo la manera más febril y avezada de atacarme, de darme un golpe artero casi imperceptible pero eficaz. Hace tiempo que me empezó a odiar desmedidamente.

Marino es un ser extraño que suele andar con chiquillos a los que lleva de la mano. Marino ha sido descubierto en sus abyectas salidas muchas veces. Una de ellas fue cuando una compañera de la sección locales, Catalina Rumorosa, lo descubrió, de inmediato la noticia no solo llegó a todos los rincones del diario, sino que  hizo llegar la noticia  hasta a diarios más contrarios de la competencia, los que publicaron veladas bromas en torno a ello. Marino había sido descubierto como un maricón.

En realidad no sorprendía que lo sea, sus ademanes lo delataban, su manera de vestir y ese andar de jinete insomne al que le han robado el caballo y no se ha percatado. A veces parecía que una escaldadura se hubiera instalado en sus posaderas y que le molestaba largamente. Caminaba como una vieja con incontinencia, pero el caminar de ese modo tan femenino lo deleitaba, se notaba en el brillo infame de esa mirada que soltaba lágrimas de felicidad, como un perro que segrega saliva luego de haber tenido un coito formidable. Como una pekinés que ha sido satisfecha, aunque marino de ser en un perro – que en cierta forma lo es- hubiera sido más bien un perro chusco y pulguiento. Un perro sucio hurgando entre los colgajos de otros perros callejeros.

Marino, me he dado cuenta hace tiempo, está buscando la manera de hacerme salir del diario en el que trabajo, de expectorarme, pero es un subalterno y no puede hacerlo. Hace tiempo que una de sus parejas ocasionales dejó una de las redacciones y él se siente frustrado, me cree el gestor de la salida del muchacho y me odia con un odio que solo había sentido antes de mis suegras. De las dos abuelas de mis hijos, un odio capaz de disfrazarse bajo la piel de un cordero, pero dispuesto a matarme en el mínimo descuido.

Marino me odia como una mujer a la que se le ha privado de algo que ella desea febrilmente, es un ser miserable y abyecto al que la vida lo ha llenado de frustraciones y dolores y parece que de muchos dolores más desde que descubrió que no podía amar a las mujeres y que le gustaban los chiquillos, los varones, los hombres. Desde que decidió vivir en el closet y aparentar ser un macho cuando en realidad cada vez que veía a uno se le escapaba el aire con un suspiro profundo e involuntario.

A Marino se le ha dado por leer las cosas que escribo en mi web, - que en realidad es un blog que manejo hace más de cinco años – ha intentado analizar cada uno de mis movimientos, hacerme un seguimiento y detectar mis puntos vulnerables, aquellos de los que podría sacar provecho. Primero descubrió – al menos eso creyó- que yo tenía una amante entre la gente del diario, pero se equivocó. Entonces empezó a fisgonear mis conversaciones telefónicas con ese aire a Chespirito, haciendo de lado su cabeza con esa actitud de gallo que pretende mirar hacia lo alto. Empezó entonces a darme la fama de saco largo, decía que Luz – la mujer a quien amo- me llamaba cada cinco minutos por el celular, que me tenía presionado y que yo era un pelele de su amor, que ella me tenía dominado, sometido. Esa fama que me obsequió se extendió rápidamente por las oficinas de redacción y por el set de televisión y yo me sentí feliz. Feliz de verlo tan infeliz por saber que una mujer me amaba tanto, como a él nunca lo amarían, como a él nunca ningún zambo levantador ni ningún chiquillo calentón lo iba a amar. Como ningún agarre cantinero lo iba a querer siquiera, porque a él nadie lo llamaba para nada, y si eso sucedía el se sonrojaba y se apresuraba a salir de la oficina para contestar el teléfono móvil, emocionado, apabullado, esperando oír un ronco acento que le diga – ¿cuando nos vemos? – una voz varonil que le diga que lo espera en una cantina para que él le compre unas cervezas y después le haga el amor en la soledad de su habitación y otra vez  de nuevo se marche dejándolo más solo todavía, solo y adolorido. Hasta una próxima vez en que la voz varonil de nuevo necesite beber unas cervezas y vuelva a llamarlo.

Por eso a Marino le molestaba que Luz me llame a cada instante y que yo le diga –Hola mi amor, ¿como has estado?- sin tener que salir despavorido a contestar donde nadie pueda oírme. Y le molestaba también oír hablar de mis hijos de sus gustos y travesuras, porque Marino no tenía hijos, y tampoco creo que llegue a tenerlos, porque Marino nunca va salir del closet para adoptar un niño, porque Marino detesta la felicidad por el solo hecho de que a él siempre le ha sido esquiva y huidiza.

El tercero intento fue el de indisponerme con mis compañeros de trabajo, para ello se valió de sus más bajas estrategias, experto chupamedias, franelero, sobón, mermelero y rosquete. No pudo hacer mucho dada la poca credibilidad que tiene entre el grupo que lo margina y no lo quiere. Buscó etiquetarme como un chico suave, es decir como un colega suyo, cuando descubrió que tenía un blog de poesía. No sabía que había publicado varios libros y que me habían publicado en otros países, entonces le salió el tiro por la culata y se sintió avergonzado.

Por eso ha seguido buscando minuciosamente las huellas de mi vida, mis movimientos, mis afectos, mis amigos, mis enemigos, mis debilidades. Solo ha podido encontrar algunos deslices bohemios y alcohólicos en noches de tertulia, pero nada que pueda serle útil. Nada que pueda servirle en realidad.

Por eso mientras se toca en su cama, piensa en mí y en la manera de hacerme daño, de vengarse por el amante que despedí sin que le diga adiós, porque aunque quiere no puede hacerlo retornar. Ahora quiere que me vaya, pero tampoco puede hacerlo. Se siente enfermo cuando ve que mi columna sale diariamente publicada en el diario y que él es incapaz de escribir un párrafo completo, se siente morir cuando ve que mis amigos, escritores notables, llegan a la oficina y me obsequian sus libros para leerlos y hablar de ellos en la columna que escribo, se siente mal cuando ve que las chicas que trabajan en la oficina me quieren y me tratan con amabilidad. Y se siente peor cuando cree que tengo una amante y no tiene modo alguno de probarlo. Eso le agradaría, destruirme moralmente. Tampoco ha podido.

Marino es un gusano gordo al que puedo aplastar en cualquier momento, pero es mejor dejarlo sufrir, en esa su miserable existencia, su soledad y su abandono. En una vida en la que es enteramente infeliz, ahogándose en su envidia, con insomnios febriles a medianoche, pensando en la manera de darme el golpe definitivo para ser feliz aunque sea por un instante.


jueves, 26 de agosto de 2010

La paloma


Una pareja de palomas había hecho un nido en el tejado de mi habitación. Todos los días las veía ir y venir trayendo hojas, ramas pequeñas, hilos y todo cuanto pudiera servir para construir su preciado nido. Ambas trabajaban a la vez, iban y venían sin parar. Después de varios días parece que habían conseguido instalarse adecuadamente entre la maraña de cables telefónicos y las vigas del techo.

Cierto día una de ellas apareció muerta, enredada en el hilo de una cometa que debió arrancarse con la fuerza del viento. Sobre el techo de la vivienda de enfrente la paloma esta yerta, enredada en el cable que le significó la muerte.

Desde entonces he visto a su pareja mirando el tejado con tristeza, picoteando junto a ella como en un rito fúnebre y lúgubre. Haciendo un sonido gutural como si fuese un llanto.

No sé porqué, después de ese día. La paloma solitaria decidió dejar su nido y construir otro a solo unos metros del primero. Un nido nuevo, como si el anterior le trajese recuerdos tristes.

Ha vuelto a traer en su pico, hojas secas, y ramitas de todas partes y cada vez que llega la tarde se acerca hasta el cadáver enredado de la que fuera su pareja para arrancarle algunas plumas que las traslada a su nido.

No sé exactamente cual es el pensamiento de ese animal tan tierno, pero estoy seguro que tiene un sentido. Vuela desde su nido hasta el cuerpo muerto de la paloma, pica las tejas y mira al cielo. Un cielo que lo contempla distante y que no le dice nada.

jueves, 19 de agosto de 2010

Los hijos también mueren de pie


 

Esta debe ser la última columna que escribo, tú mejor que nadie sabes la razón. El tiempo se acabó, es hora de buscar la aurora en otras partes. No voy a seguir sembrando en un desierto, esto de navegar sin brújula en un mar sombrío no es para mí. Tengo que irme. Las estrellas no son suficientes para seguir un rumbo. El viento cambia a cada instante y me he convertido en una cometa a la que el viento arrancó su hilo. Ya no soy el mismo.

He transitado por todos los caminos que no hubiera querido alguna vez, sin embargo, nada de eso ha sido malo, hoy lo sé mejor que nadie. Es mejor partir ahora que la casa de madera aún sigue en pie. Y que la casa vieja frente a esa cárcel hoy vacía aún no se ha derrumbado. No es bueno ver morir los lugares donde uno ha vivido. No es bueno ponerse a llorar para ser feliz.

Cada vez que pretendí hacerte sonreír las lágrimas acabaron inundando tu mirada, cada vez que te pedí que me esperes no cumplí conmigo mismo, hoy estoy arrepentido.

Esa vieja biblioteca se queda para recibir otras miradas. Otras manos que la acaricien y que la hagan crecer. La vida es un libro abierto que deshojamos cada día, pero así también como los libros, tiene un prólogo y un epílogo y un índice de días tristes. La vida es también un libro viejo en el estante aguardando ser leído.



Los geranios han crecido más, su olor se agita por las noches. Hubiera preferido que no corten la buganvilla ni la fuente, pero no se puede ir en contra del destino. Tampoco hubiera querido que tanta gente se ausente de mi lado, ni que esa paloma que murió frente al tejado tenga que morir atrapada en el hilo de una cometa de un niño soñador, pero no se puede luchar contra el destino. Las cosas que están escritas, siempre tienen el mismo final ineludible, inevitable.

Alejandro Casona decía que los árboles mueren de pie, tú y yo sabemos que no es así, que no es verdad, que es una mentira, pero sabemos también que los hijos sí mueren de pie, al menos eso fue lo que siempre me enseñaste… Esa tarde en Hualgayoc, cuando me caí sobre las piedras azules de la calle por cruzar corriendo a la casa de la abuela, eso fue lo que me dijiste, eso fui lo que aprendí.

Me aferré siempre pese al viento, al invierno y al otoño. Me aferré a tu tristeza de mañana limpia, a tus esperas cotidianas. Solo tú sabes cuanto te amo… cuando llego abatido a casa sin ganas de vivir, tú me esperas para decirme que las cosas malas pasan, que son hojas secas que el tiempo arrastra. Hoy que cumples un poco más de tristeza me acuerdo de la casa de madera, del jardín de flores anaranjadas, de la pila de agua, de esa mina por la que los hombres salían sin saber que en poco tiempo morirían, de esa felicidad hoy ausente, de tus manos llevándome a la escuela y regresándome a casa. Hoy más que nunca te amo madre, más que nunca, aunque yo ya no sea el mismo.



martes, 17 de agosto de 2010

Robot color verde sobre el estante


Este cielo azul hoy menos azul que antes, es casi celeste. He retornado una vez más a casa con las ganas de dormir. A veces la vida se convierte en una herida que nunca cierra, que se abre a cada instante y que la piel que la cubre es un tejido de dolor perpetuo. La vida a veces no resulta, entonces empezamos a buscar en los estantes de nuestra soledad esos recuerdos que guardamos inútilmente, casi siempre inútilmente.

Junto a los libros de García Lorca tengo un robot rojo y verde a pilas. Es un recuerdo de los días felices cuando jugábamos con mi hijo Jaime Javier, un robot al que los días le llegan como olas distantes de abandono. Mirarlo me produce mucha pena a veces, otras en cambio, me llena de felicidad y me evoca los juegos y su emoción derramándose por la casa de San Agustín.

No sé cuantos años dejé de habitar esa casa, creo que cinco o cuatro, no lo sé. Pero el día que la dejé prometí no volver a ella nunca más y hasta ahora lo he cumplido. La casa de San Agustín fue mía por más de quince años, en ella viví, sufrí, lloré, pero también fui feliz, muy feliz.

Las casas son como las personas, debemos retirarnos de ellas en el momento apropiado y para siempre. Yo sabía que al apartarme de ella nunca más retornaría, como esos afectos infieles a los que uno solo vuelve con el recuerdo y con el rumor de un tiempo ido.

Los seres humanos siempre guardamos recuerdos, siempre vivimos atados a un ayer que no nos deja y que nos atrapa, que nos llama cada vez que lo miramos. Las casas son la tumba de nuestros días, tristes o felices, todos quedan sepultados al final entre tiempos transcurridos.

El robot de Jaime me mira con sus ojos brillosos, a veces presiono el botón de su espalda y lo echo a andar. Entonces un ruido de motor se escucha y él mueve los brazos y empieza a caminar. Junto al robot hay un tren, o lo que queda de un tren, debo decir, trozos de su estructura, un tren que es el recuerdo de mi niñez.

Las cosas de otro tiempo siempre nos evocan algo. Siempre son una razón. Lo curioso es que nosotros envejecemos y ellas no tanto, siempre están quietas, observándonos desde donde las hemos sembrado, llenándose de polvo y de días.

El robot de Jaime es ya tiene diez años. Tiempo que tiene mi pena, su ausencia y mi esperanza de encontrarlo un día, para contarle que guardé su robot como se guarda un trozo de la historia, como se guarda un huaco, una vasija milenaria o un barco de papel que nos transporta hasta algún instante, como el pétalo de una flor que nos trae desde lo más distante una vieja historia de amor.