martes, 17 de agosto de 2010

Robot color verde sobre el estante


Este cielo azul hoy menos azul que antes, es casi celeste. He retornado una vez más a casa con las ganas de dormir. A veces la vida se convierte en una herida que nunca cierra, que se abre a cada instante y que la piel que la cubre es un tejido de dolor perpetuo. La vida a veces no resulta, entonces empezamos a buscar en los estantes de nuestra soledad esos recuerdos que guardamos inútilmente, casi siempre inútilmente.

Junto a los libros de García Lorca tengo un robot rojo y verde a pilas. Es un recuerdo de los días felices cuando jugábamos con mi hijo Jaime Javier, un robot al que los días le llegan como olas distantes de abandono. Mirarlo me produce mucha pena a veces, otras en cambio, me llena de felicidad y me evoca los juegos y su emoción derramándose por la casa de San Agustín.

No sé cuantos años dejé de habitar esa casa, creo que cinco o cuatro, no lo sé. Pero el día que la dejé prometí no volver a ella nunca más y hasta ahora lo he cumplido. La casa de San Agustín fue mía por más de quince años, en ella viví, sufrí, lloré, pero también fui feliz, muy feliz.

Las casas son como las personas, debemos retirarnos de ellas en el momento apropiado y para siempre. Yo sabía que al apartarme de ella nunca más retornaría, como esos afectos infieles a los que uno solo vuelve con el recuerdo y con el rumor de un tiempo ido.

Los seres humanos siempre guardamos recuerdos, siempre vivimos atados a un ayer que no nos deja y que nos atrapa, que nos llama cada vez que lo miramos. Las casas son la tumba de nuestros días, tristes o felices, todos quedan sepultados al final entre tiempos transcurridos.

El robot de Jaime me mira con sus ojos brillosos, a veces presiono el botón de su espalda y lo echo a andar. Entonces un ruido de motor se escucha y él mueve los brazos y empieza a caminar. Junto al robot hay un tren, o lo que queda de un tren, debo decir, trozos de su estructura, un tren que es el recuerdo de mi niñez.

Las cosas de otro tiempo siempre nos evocan algo. Siempre son una razón. Lo curioso es que nosotros envejecemos y ellas no tanto, siempre están quietas, observándonos desde donde las hemos sembrado, llenándose de polvo y de días.

El robot de Jaime es ya tiene diez años. Tiempo que tiene mi pena, su ausencia y mi esperanza de encontrarlo un día, para contarle que guardé su robot como se guarda un trozo de la historia, como se guarda un huaco, una vasija milenaria o un barco de papel que nos transporta hasta algún instante, como el pétalo de una flor que nos trae desde lo más distante una vieja historia de amor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario