miércoles, 16 de junio de 2010

Crepúsculo


El domingo estuvimos de sepelio. Oswaldo finalmente murió el sábado en la madrugada y hubo que llorar, pasar un par de malos días, volver a llorar y no decir nada, solo pensar en que la vida no regresa y que una vez que cruzamos la línea ya no podremos hacer los pendientes, no concluiremos los te quieros o los perdones que no se hicieron y se dieron a tiempo.

Mi padre dice que la muerte es una puerta que se cruza y tras ella encontraremos a todos los seres que hemos amado. No creo lo mismo, no imagino a mi padre cruzando esa puerta y encontrándose un día con las cinco mujeres con las que tuvo hijos y a las que seguramente amó mucho aunque en tiempos disímiles.

Los cementerios tienen siempre un olor triste, huelen a rosa y pena, a un perfume indefinido que siempre causa tristeza. Los funerales están siempre llenos de lágrimas hipócritas y falsas. Eso del pésame es un espanto, un sadismo que te repite que has perdido a alguien que amaste y que te has quedado un poco más solo.

No sé porque los sueños se diluyen siempre cuando uno habla de la muerte, no es algo que de miedo, pero la soledad es siempre aterradora, y después de una muerte siempre queda una estela de soledad, de vacío, de pasos que nunca más se darán y de cosas que siempre nos han de traer el recuerdo infame de que el tiempo empieza a ganarnos la batalla decisiva, la que finalmente perderemos cuando un día lloren por nosotros y no podamos ya verlo.

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